viernes, noviembre 30, 2012

Coleccionar y recordar



La obsesión de los seres humanos por ser recordados siempre me ha obsesionado y los museos son la máxima expresión de esta ilusión. Yo estudié historia porque quería trabajar en un museo. En ese momento, estaba fascinada por los  objetos que guardaban las personas en edificios grandilocuentes para recordar el pasado y enaltecer el arte y me imaginaba trabajando en el Louvre cuando grande. Y claro, cuando uno tiene dieciocho años puede impresionarse muy fácilmente con que tengan medio Partenón en la mitad de Londres. 

Ya en la Facultad de Historia entendí que detrás del proceso de acumulación de objetos hay otras historias que contar. Por ejemplo, la de una nación que desea reforzar los cimientos de su existencia, llevando su mito fundacional hasta el Tigris y el Éufrates o hasta tan lejos donde pudiera hacerlo con el fin de construir un pasado digno de un imperio. También está la historia de una nación que ya no es imperio pero que conserva los objetos y el museo como recuerdo de lo que fue y del poder que sigue ejerciendo. Y por supuesto, también está la historia de unos académicos que deciden qué y cómo hay que recordar el pasado y organizan esos objetos de una forma u otra. Finalmente, también está la historia de los visitantes, muchas veces turistas, que se pasean por el museo e interpretan esos objetos desde sus propias vidas.

Si bien cada vez estoy más lejos de ese sueño adolescente, sigo visitando museos con fascinación tratando de ver qué tipo de realidad quieren representar. La semana pasada estuve en el castillo de Bamburgh, en la frontera de Inglaterra con Escocia, en el que debido a que las cosas realmente finas están en una casona más cómoda a algunas millas del castillo o en un apartamento en Londres, habían expuesto en vitrinas las vajillas completas, un par de armaduras y las escopetas de cacería de alguien que había vivido allí. Yo, como tercermundista, estaba impresionada de todas maneras. Caminé los corredores en silencio, con las manos atrás de la espalda, con una especie de respeto solemne. Al fin y al cabo, las vajillas de porcelana con dibujos de pájaros y las escopetas de cacería son elementos tan exóticos para mí como lo son de cotidianos para los ingleses. Las historias de glorias pasadas, en cambio, si me parecieron extrañamente familiares. 

Hace unos años estuve en un pequeño museo en Paraty, en Brasil, en el que habían recogido objetos de las familias de pescadores de la zona con el fin de darle a los visitantes del lugar una mirada a la vida cotidiana de la región. Las familias podían entregar los objetos que quisieran, así que había desde fotografías de la familia y documentos de archivo, hasta redes de pescar, juguetes de niños y utensilios de cocina. Los curadores habían hecho un trabajo muy especial juntando todos los objetos que entregaron las personas para narrar una historia coherente. El museo era un lugar colorido, alegre, vibrante y familiar. Contrario a muchos museos que tienen que hacer esfuerzos extraordinarios y a veces artificiales para que la gente se divierta, aquí uno entraba e inmediatamente caminaba al ritmo de los objetos expuestos. No recuerdo que hubiera música, pero sí mucha cadencia. Se trataba de un alegre museo del presente. 

Me encantan las propuestas del Museo Nacional de recoger objetos de la historia reciente colombiana, algunos de los cuales han sido muy controversiales, como el poncho de Tirofijo. Como no teníamos ni los recursos ni las pretensiones de  unirnos al saqueo imperial que alimentó los grandes museos del mundo, hicimos lo propio con lo que teníamos a la mano. Unas piezas de oro de por aquí, otras piedras de por allá, un poco de arte religioso, otro poco de arte moderno. Ahora, en un nuevo viraje, por el panóptico han pasado camisetas de jugadores de fútbol memorables, Grammys y otros objetos que hablan de la nación que estamos construyendo. Pareciera que esos objetos no tienen mucho en común pero para uno, que sabe qué significan pero no puede explicarlo, tienen sentido, así no los entienda. Me encantaría poderme quitar el vestido de colombiana para poder pasearme por el Museo Nacional con la mirada de un turista, como lo hice en Bamburgh y en Paraty a ver si entiendo lo que realmente hay detrás de esos objetos. Definitivamente haría que mi trabajo como historiadora fuera más fácil. 

miércoles, noviembre 21, 2012

Redes y reflexión en la Fundación Social



La organizaciones jesuitas siempre han llamado la atención de quienes estudian la administración. Un amigo decía en forma de chiste que ese éxito se debía a que, como los planeadores, los jesuitas sabían que tenían que tener una ala en cada lado, y por eso manejaban con tanta gracia entidades como el CINEP, hacia la izquierda y la Pontificia Universidad Javeriana, un poco más a la derecha. Otros, un poco más serios, afirman que el éxito se debe a una fórmula infalible de liderazgo que mezcla la disciplina militar, la mística religiosa y una gran capacidad de innovación. De hecho, se han publicado varios best sellers sobre esto que después de un rápido furor comercial, caen rápidamente al olvido. El caso de la Fundación Social, estudiado juiciosamente por un grupo de profesores e investigadores de la Universidad de los Andes, muestra que si bien las intuiciones anteriores son parcialmente ciertas, la fórmula es mucho más compleja*. Incluso, a partir de la lectura del libro Lo social y lo económico: ¿Dos caras de una misma moneda? escrito por Dávila, Dávila, Grisales y Schnarch el año pasado, podríamos concluir que la verdadera receta está en la capacidad de la organización de pensar sobre sí misma. Es decir, de reflexionar, actuar y volver a reflexionar sobre la actuación y en la de tejer redes bastante poderosas.

La Fundación Social, el grupo empresarial dueño de varias entidades financieras que incluyen el Banco Caja Social y la fiduciaria Colmena, fue fundada por el padre Campoamor hace más de cien años con el objetivo de luchar contra las causas estructurales de la pobreza. La organización surgió del marco de los Círculos de Obreros de la época. Un siglo después, esta organización, que puede describirse según los autores del estudio de caso mencionado como una fundación con empresas y no como una empresa con fundación, ya no está regida por los jesuitas, pero sigue manteniendo el objetivo y el espíritu con los que fue fundada.  Sus planes estratégicos todavía siguen la lógica de la reflexión, acción, reflexión que impusieron los jesuitas, la noción de la responsabilidad pública de los actores privados está a la orden del día y el objetivo no ha cambiado. De hecho, la junta directiva de la organización, que cumple con las funciones estratégicas normales de cualquier junta que haga bien su trabajo, le sigue responde a una instancia más alta, encargada de pensar en la coherencia de la organización y en que efectivamente la reflexión sea parte del día a día gerencial. 

La insistencia en la reflexión-acción-reflexión, que seguramente le suena a pesadilla a más de un administrador, se debe por una parte a que la receta ha funcionado exitosamente. No en vano la Fundación Social es una de las organizaciones financieras más antiguas del país. Pero por otra, se debe a que los jesuitas, al estar a cargo de muchas de las instituciones educativas por las que pasa la élite colombiana, no necesitan de una empresa cazatalentos para reclutar los gerentes que mejor pueden acomodarse al tipo de organización que fundaron. Muchos de sus gerentes no solo son cercanos a los jesuitas por razones personales, sino que fueron formados en sus aulas. Incluso desde niños. Cualquier persona que haya tenido un maestro que lo haya marcado en el colegio sabe el poder que puede tener esto. Esto les ha permitido tejer una de las redes más sólidas y poderosas del país y asegurarse que de ahí, puedan siempre tener cerca a las personas mejor preparadas, dentro de lo que les interesa, para manejar sus organizaciones. Esto es tan así, que una década los jesuitas dieron un paso al lado en la Fundación Social y esta no solo no ha cambiado su rumbo, sino que los laicos que ahora están a cargo han reafirmado que el norte de la organización sigue siendo el mismo que le imprimió Campoamor. 

*Dávila L. de Guevara, J. C., Dávila L. De Guevara, C., Grisales Rincón, L. A., & Schnarch González, D. (2011). Lo social y lo económico: ¿Dos caras de una misma moneda? La Fundación Social y sus empresas (1984-2010). Bogotá: Ediciones Uniandes, 275 pp.

Publicado inicialmente acá: http://www.eltiempo.com/blogs/economia_domestica/2012/11/redes-y-reflexion-en-la-fundac.php

miércoles, noviembre 14, 2012

Caca de perro

Supongo que todas las obsesiones son con cosas pequeñas. Las grandes no despiertan ese tipo de pasiones. Yo me obsesioné con los ratones que viven en mi casa. Soñaba con ellos dormida y despierta. Me imaginaba que si llegaba a regresar a la casa a una hora inusual, me los iba a encontrar desbaratando la casa. Porque claro, cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta y encima,  porque los ratones saben la hora conocen mi horario perfectamente. Les compré trampas y rezaba para que no cayeran. Lo único peor que convivir con los ratones era encontrarme sus cadáveres atrapados en un resorte o peor aún, verlos agonizar en un charco de pegante. La obsesión se me pasó cuando entendí que no podía hacer nada al respecto. Mi mamá lo dijo mejor que nadie en el mundo "téjales suetercitos y deje de joder". Después me obsesioné con la basura de mi oficina, que siempre sacaba yo, pero se me pasó rápido.

Mi última obsesión es un bollo de caca de perro que apareció enfrente de la puerta de la casa del vecino.  He seguido todo el proceso desde el día en que apareció, hace una semana, hasta hoy, cuando el vecino le echó agua y quedaron los pedacitos regados por toda la acera. En el intermedio, trató de correrlo con el menú de un pizzería que ofrecía descuentos a estudiantes. Durante días, el bollo estuvo ahí sentado, con el menú incrustado en la mitad. Ayer, Amelia se cayó saliendo de nuestra puerta y por poco cae encima del bollo con menú. Las dos sufrimos mucho, pero yo sufrí más que ella a pesar de no haber sido la accidentada.

Quisiera entender en qué estaba pensando mi vecino cuando decidió que echarle agua al bollo y esparcirlo por la acera era una buena idea. Tal vez pensó que las personas iban a ir pasando y se iban a llevar los pedacitos de bollo pegados a sus zapatos. Claro, no sin antes soltar un madrazo. O tal vez pensó que el bollo iba a llegar eventualmente a la calle, pero no hizo la tarea suficientemente bien como para que eso pasara. Aunque creo que en verdad estaba pensando que el agua iba a hacer que el bollo desapareciera mágicamente. Llevo 20 minutos sentada en las escaleras de mi casa, con la puerta abierta, tiritando del frío y mirando el andén. Supuestamente estoy esperando una caja del ron de Laura que debe de estar llegando entre las 10:24 y las 11:24, pero en verdad estoy viendo pasar la gente, a ver quién va a ser el infeliz que se va a llevar uno de los pedazos de bollo en su zapato.

Nunca había estado en mi casa de Hull a esta hora y entendí por qué. Espero que el cartero llegue rápido y yo pueda devolverme a la oficina, ojalá sin llevarme en el zapato un pedazo de la mierda del vecino.
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El ron llegó a las 11:57.

martes, noviembre 13, 2012

Trapitos al sol que no son noticia

Las discusiones entre los directivos de las organizaciones públicas y privadas y sus departamentos de comunicaciones son eternas y difíciles. Los primeros creen que ese maravilloso suceso que tanto les conviene divulgar merece la primera página de todos los periódicos y los segundos saben que eso no va a pasar. Los comunicadores dentro de las organizaciones saben las buenas noticias no suelen ser noticias y están conscientes de que en un país en guerra con una situación política tan compleja, la mayoría de la información que producen las empresas, y en especial todas las relacionadas con sus magnánimas campañas de responsabilidad social, no llama la atención de los periodistas. Y pues claro, los empresarios no están interesados en ventilar sus trapos sucios y los periodistas tampoco lo están en investigarlos. Los primeros, además de lo que deben reportar por ley según el tipo de sociedad que sean, no tienen la obligación de hacer pública su información privada y los segundos no necesariamente quieren morder la mano que les da de comer.

Todo esto funciona divinamente hasta que se quiebra el sistema. Por ejemplo, hace un mes Daniel Pardo hizo público que Kien y Ke publicaba reportajes pagados Pacific Rubiales sin el sello de “publirreportaje” llevando a que, ahora sí, los periodistas se preguntaran por la relación entre los millones y millones pagados por esta petrolera en publicidad a otros medios de comunicación y el tipo de noticias que divulgaban sobre la compañía. Más recientemente, en un acto entre valentía e ingenuidad, Vladdo publicó un trino diciendo que había rumores de que Interbolsa estaba ilíquido, echando la última gota que se necesitaba para que se derramara espectacularmente el escándalo sobre el que se cotilleaba desde hacía semanas en los baños turcos de los clubes privados y que cada día que pasa comienza a oler más a estafa.

Además de los medios especializados, que por lo demás también pecan de falta de investigación, el periodismo económico se enfoca en temas públicos en el más estricto sentido de la palabra, y dependen de datos del Banco de la República y del DNP para nutrirse, relegando la esfera de lo empresarial a replicar información de analistas o, en el peor de los casos, a publicar casi textualmente comunicados de prensa enviados por las empresas para llenar espacio. Y así, como los periodistas no están pendientes de qué tipo de decisiones se toman en los gremios, cómo están conformadas las juntas directivas y qué tipo de alianzas se están haciendo, por nombrar solo tres aspectos de las empresas que se pueden estudiar con información accesible para todo el mundo, no están preparados para atar cabos o intuir ventarrones. Pecando de antipática lucidez a posteriori, si un periodista hubiera estado revisando con juicio el movimiento de las acciones en la BVC no se le habría pasado el raro comportamiento de las acciones de Fabricato. Y si además el periodista en cuestión supiera algo del sector textil y manufacturero y tal vez algo de historia empresarial, se habría dado cuenta de que había algo raro mucho antes de que se derramara la copa. Algunos analistas sí lo estaban haciendo y alcanzaron a sacar su plata a tiempo. Incluso algunos más precavidos sabían desde el principio que ahí no se podía invertir.

Mi invitación a que los periodistas cubran los temas empresariales como lo hacen con algunos temas políticos y gubernamentales no soluciona las discusiones entre gerentes y comunicadores sobre qué es una noticia, pero definitivamente le da a los periodistas independencia y libertad para que ellos puedan decidirlos solos. Conocer cómo y por qué se toman decisiones en el sector privado no solo no es imposible, sino que es indispensable y forma parte de la función social de los medios de darle a su público elementos para comprender mejor la realidad. Finalmente, informar adecuadamente sobre las decisiones del sector privado es un paso indispensable para reconocer que lo público, que burdamente se puede definir como lo que nos concierne y afecta a todos, no se limita exclusivamente al Palacio de Nariño.  


Publicada inicialmente acá: http://www.eltiempo.com/blogs/economia_domestica/2012/11/trapitos-al-sol-que-no-son-not.php

martes, noviembre 06, 2012

Los niños y las instituciones, el regreso


W. Richard Scott*, uno de los más célebres teóricos del institucionalismo, señala que existen tres tipos de instituciones: las regulativas, las normativas y las cognitivas. Las instituciones regulativas son aquellas que se expresan en reglas, leyes y normas, que tienen una función instrumental y cuya legitimidad está basada en las sanciones. Las instituciones normativas son las que tienen su origen en la obligación social. Funcionan en la medida en que las personas se apropien de esas normas y le den valor a los certificados, acreditaciones y demás sellos de garantía que las autentican. Este tipo de instituciones tienen un origen moral. Finalmente, las instituciones cognitivas son todas esas pautas de comportamiento que damos por hecho y que no cuestionamos. Las adoptamos imitando el comportamiento de las demás personas y están fundamentadas en la cultura. Son todas esas pautas que consideramos correctas porque sí y que no cuestionamos porque no se nos ocurre hacerlo. 

Las instituciones, por supuesto, son construcciones sociales y parte del proceso de educar a un niño es enseñarle a vivir dentro del marco de estas reglas de juego. Las instituciones cognitivas las aprenden los niños al vernos mover por el mundo. Su efectividad reside precisamente en que no las enseñamos explícitamente sino que las transmitimos a través de nuestro comportamiento. Es precisamente por no tratar de enseñarlas directamente que los niños--casi siempre--las aprenden tan bien. Sin embargo, la enseñanza de las instituciones normativas es un poco más compleja porque casi siempre es explícita. Contrario a lo que quisieran pensar muchos fanáticos religiosos, "la moral" no viene en el código genético. Los niños van aprendiendo qué es lo que consideramos moralmente apropiado y a través del sello autoritario de nuestra aprobación van comenzando a comportarse como nosotros quisiéramos que lo hicieran. El territorio de disputa de las instituciones normativas es más amplio de lo que uno pensaría y todas las peleas que incluyen a un papá  diciendo "¡Cómo se te ocurre!" están en este plano. Les contaré en unos diez años, pero me imagino que la mayoría de las discusiones de los papás con sus hijos adolescentes se dan aquí.   

El gran campo de batalla con los niños más pequeños, no obstante, está en territorio de las instituciones regulativas: la hora de dormirse, la hora de vestirse, la hora de comer, etc. Mi experiencia ha mostrado que las pequeñas reglas del día a día funcionan en la medida en que uno  las haga parecer instituciones normativas y le dé un estatus profundo a la cotidianidad estableciendo rituales que la legitiman. El ejemplo perfecto de esta situación es el baile sagrado de la piyama, los cuentos y el beso de las buenas noches a la hora de dormir.  Una institución regulativa sencilla como la hora de dormir gana peso en la medida en que uno le de estatus de obligación social. 

Los niños aprenden muy rápido cuáles son las instituciones normativas y regulativas y parte del proceso de crecer saludablemente es tantear el terreno: ir viendo hasta dónde pueden estirar las reglas y hasta dónde pueden ir conquistando territorio sin que el adulto a cargo se desespere o su pequeño mundo se caiga en pedazos. Lo raro es que a pesar de esta rebeldía natural, los niños también son muy sensibles a los cambios institucionales. Es decir, a los cambios en las reglas de juego de sus vidas cotidianas. 

Un ejemplo clarísimo de esta sensibilidad ha sido la entrada y la salida del colegio de mi hija. Ella entendió rápidamente que contrario a lo que sucedía en Bogotá, dónde la hora de entrada y salida era fija, estaba determinada por un bus que la transportaba y sobre el cuál sus papás no tenían control alguno, la entrada y salida de la guardería en Inglaterra depende exclusivamente de a qué horas quiera yo dejarla y recogerla. Así, mis súplicas desesperadas de "Apúrate que nos cogió la noche" que formaban parte de nuestra cotidianidad matutina dejaron de tener sentido y la hora de recogida del colegio se volvió un tema de negociación. Mi hija está absolutamente consiente de que si la recojo tarde es porque preferí quedarme trabajando en vez de pasar la tarde con ella y sabe que me siento mal cuando lo hago. En términos de Scott, sabe que al aprovecharme de la flexibilidad de la institución regulativa de la hora de recogida de su colegio, estoy poniendo a tambalear la institución normativa que determina cómo considero yo que debe portarse una buena mamá y toco las fibras de la institución cognitiva de mi absoluta e indiscutible responsabilidad sobre su bienestar.

La forma como los niños van comenzando a jugar bajo las reglas de la vida cotidiana, es decir, las instituciones, es un recordatorio de dos cosas aparentemente contradictorias pero que deben coexistir para que la vida en sociedad sea armoniosa. Primero de por qué las instituciones son esenciales para que podamos vivir en comunidad y segundo, de por qué es necesario tener conciencia sobre las instituciones para poder cuestionarlas en el momento en el que dejen de cumplir su papel. Ojalá logre transmitirle a mi hija la institución cognitiva más importante de todas, que dé por hecho que nada se puede dar por hecho.

* Scott, W. R. (1995). Institutions and Organizations. Thousand Oaks: Sage Publications.

En Twitter: @CristinaVelezV