En los últimos días he tenido encuentros cercanos de tercer tipo que han puesto a cuestionarme seriamente sobre el significado de la diversidad. Los tres encuentros me han puesto a pensar en el tema por diferentes ángulos.
El primer encuentro, fue un artículo de William Deresiewicz señalando con alfileres untados de ácido las fallas de la educación de élite. Básicamente, Deresiewicz dice que a pesar de la diversidad de la que se prestan las famosas “Ivy Leagues”, dentro de sus paredes cubiertas de hiedra hay estudiantes de todas partes del mundo, pero cortados con la misma tijera. Él no lo pudo haber dicho mejor: "Treinta y dos sabores, todos vainilla". En su artículo, el autor confesó que se había enfrentado de frente a esta realidad cuándo, a pesar de todos sus estudios (Msc, MPhil, Phd), estuvo toda una mañana tratando de averiguar de qué diablos podía hablar con el plomero que estaba arreglando un tubo roto en la cocina.
Esta situación me acordó de mi vida escolar. Me eduqué en un colegio americano, de élite, en el que la diversidad era uno de los temas de los que se ufanaban sus directivos. Fui al colegio con niños y niñas de la India, de Corea, de Estados Unidos, de Japón, de Egipto, de Israel, etc. Sin embargo, al final, todos éramos hijos de hombres de negocios o, en su defecto, como solía pasar con los que venían de lugares recónditos, de diplomáticos de alto nivel. Todos, a pesar de la diferencia de colorido, hablábamos el mismo idioma y manejábamos los mismos códigos. Tanto, que en ese momento, teníamos sueños bastante parecidos: llegar a una de esas universidades con paredes cubiertas de hiedra o, en su defecto, a una de las tres universidades privadas bogotanas a las que se nos ocurría que podíamos ir.
El segundo encuentro, fue una reunión de representantes de los departamentos del país—a quienes los tecnócratas se refieren como “las regiones”—para hablar sobre competitividad. El evento, en el que sentaron en un mismo recinto a los representantes de las Comisiones Regionales de Competitividad del Guainía, de Antioquia y de Bogotá-Cundimarca bajo el supuesto equivocado de que hablaban el mismo idioma, fue una verdadera Torre de Babel. No había que tener una mirada etnográfica entrenada para darse cuenta del señor con la camisa rosada y la corbata naranja que estuvo evidentemente incómodo todo el día porque no manejaba el discurso, del que sí tenía puesta la corbata italiana pero estuvo aburrido todo el evento porque ya se sabía la lección, de los funcionarios de una entidad conocida por contratar “gomelitos” y de los de la otra que tiene gente que lleva más de 15 años en un puesto, etc.
Tan fue así, que en no menos de cuatro horas, logré copiar en mi cuaderno de apuntes las siguientes frases:
- “La competitividad no es una moda, es un compromiso de todos.” (presentador del evento)
- “Esto hay que untarlo de sociedad civil.” (dirigente gremial)
- “Me excusarán por no estar vestido como andino.” (representante de un departamento del Caribe)
- “Voy a ser rapidita en mi presentación. Pero no creerán que para todo soy así.” (representante de un departamento de la Amazonía)
- “Eso no estaba en el programa.” (viceministro de la cartera encargada de organizar el evento)
Así mismo, la diversidad era tan atropellante, que el viceministro encargado del evento se trabó por lo menos diez veces tratando de decir la palabra “homogenizar” en su discurso. No sé si fue una traición del subconsciente o la evidencia básica de que precisamente no se trataba de eso.
El tercer encuentro fue gracias a una de las invitaciones más honrosas que me han hecho en mi vida: el homenaje a Jacobo Pérez Escobar en la celebración del Día de la Afrocolombianidad de la Fundación Color de Colombia. El primer golpe de este encuentro fue la evidencia de la persistencia de la discriminación racial en el país. El segundo, fue la oportunidad de oír las palabras de uno de los hombres más maravillosos y con más clase y finura con los que me he encontrado en mi vida, el homenageado Pérez Escobar, quién hizo denuncias graves sobre las amenazas a nuestra constitución y sobre el racismo latente en la sociedad colombiana, con la sutileza que sólo tienen las personas con su inteligencia.
El cuarto, que fue el más grave, fue el desdén de una colega historiadora (blanca, de colegio y universidad de élite, que siempre ha sobresalido por sus aptitudes académicas) por la importancia del evento al que nos habían invitado. Por arrogante, no entendió que estaba pasando ahí. Volviendo a la metáfora de Deresiewicz, en un salón en el que a pesar de la enorme diversidad y explosión de sabores, estábamos hablando el mismo idioma, ella no logró saborear algo diferente que vainilla.
¿Cuáles son las reflexiones finales de estos tres encuentros?
- La diversidad no se puede “crear”. Si algo o alguien se ufana de su diversidad, es porque sufre del síndrome de "32 sabores, todos vainilla".
- Hay más diversidad dentro del país, que entre jóvenes con trasfondos similares de países antípodas. Hoy en día, la diversidad tiene un contenido de clase social enorme. Me atrevería a decir que muchas veces los asuntos de clase sobrepasan los raciales.
- Hay que tener cuidado con la sentencia de Deresiewicz: la capacidad de entender el mundo de una persona, bien sea un académico o un plomero, recae en su habilidad de hablar varios “idiomas” y manejar—o por lo menos reconocer—los diferentes tipos de códigos sociales.
- Finalmente, que tengo que conseguirme la biografía del Negro Robles escrita por Jacobo Pérez.