martes, enero 14, 2014

Una historia de cobardía

Ayer salimos a caminar A y yo. Antes tuvimos la misma discusión de todas las veces que salimos a caminar. Yo siempre quiero caminar por deporte, con tenis y botella de agua y él siempre quiere hacer caminatas contemplativas, fumando y charlando. Logramos un acuerdo que nos servía a los dos. No íbamos a ir ni rápido ni despacio y la meta era llegar a Carulla a comprar unas manzanas para que la caminata tuviera un fin más allá de la caminada misma. A por supuesto se fumó uno o dos cigarrillos y yo por supuesto hice todos los esfuerzos por apretar el paso. Nuestras preocupaciones sobre la casa, el colegio, unas vacas que vamos a comprar y los planes de este año eran infinitas, y duramos unas buenas cuadras haciendo planes y sacando cuentas. Hasta que llegamos a la 86 con 11 y vimos como una mujer se botó al piso en posición fetal y comenzó a gritar. No dejaba que nadie se le acercara y solo gritaba que la vida en la calle era muy dura y que no podía más. No sé si me lo inventé, pero creo recordar que también gritó que no dijeran que la iban a ayudar si ni siquiera le iban a dar trabajo.

Nuestra cobardía no nos dejó acercarnos a la señora, pero sí para llamar al 123, cómo si eso fuera a solucionarle la vida. Un motociclista valiente parqueó su moto en frente de la señora para protegerla de los carros que cruzaban de la 11 hacia la 86. Rápidamente llegó un policía a encargarse de la situación y nosotros, como buenos ciudadanos autómatas, decidimos que nuestra responsabilidad llegaba hasta ahí. Lidiar con una señora en crisis botada en la calle era una tarea para los policías y nosotros habíamos cumplido nuestra misión quedándonos mirándola mientras llegaba alguien, como si tuviéramos una especie de mirada poderosa y protectora y como si nuestra angustia de 5 minutos mientras llegaba el policía era suficiente para decir que habíamos cumplido algún tipo de deber.

Caminamos unas cuadras más, compramos las manzanas y unos arándanos porque se veían deliciosos y dimos la vuelta. El regreso fue más contemplativo porque las eucaliptas de la 11 están florecidas y con la luz de los faroles las flores se veían preciosas y solo mencionamos el incidente de la señora un par de veces como una anécdota más. Pero hoy estoy teniendo fantasías de culpa como que debí de traerme a la señora para la casa, tal vez contratarla para hacer algo y arreglarle la vida. Al fin y al cabo, yo he tenido mucha suerte en la vida y ya con lo que soy, mis chances de llegar a la calle son inexistentes, al menos de que me vuelva adicta al bazuco o algo por el estilo, y por ende, mi obligación es ayudarla. Lo particular de esas fantasías es que son las mismas que tenía a los 8 años, cuando quería llevar a todos los "niños pobres", dicho con voz de reina de belleza, a mi casa para que se bañaran y jugaran con mis juguetes, porque eso les iba a solucionar la vida y porque claro, yo "era muy buena" y eso me iba a consagrar como alguien digno de hacer la primera comunión. Demasiados videos para ser atea hija de ateos... 

Racionalmente sé que no puedo contratar a la señora porque ni necesito contratar a nadie ni tengo la plata para hacerlo. Tampoco podía llevar a una señora en plena crisis psicótica a mi casa, así fuera para que se bañara y jugara con mis juguetes. Lo particular es que después de haber pensado en esas posibilidades, la llegada del policía fue suficiente para que yo sintiera que había cumplido mi deber al decirle a A que llamara al 123, me desentendiera de la señora y siguiera mi camino hacia el supermercado.