lunes, febrero 20, 2012

Cómo funciona lo de la bicicleta

Aquí va una historia sencilla:
Yo empecé a andar en bici en Bogotá hace muchos años. La primera época me duró poco y fue a principios de siglo. Mi mamá montaba también e íbamos a hacer vueltas en bicicleta y a pasear y éramos felices. Como todavía era estudiante, siempre estaba vestida de tenis y jeans y por lo tanto la pinta no era un problema. Iba en una bici de montaña verde con amarillo que me habían regalado de quince.
Después de salir de la universidad no volví a montar en bicicleta nunca. A pesar de que durante un año viví muy cerca del trabajo prefería caminar o coger taxi cuando llovía. Después, me fui a trabajar al centro. Ahí sí que era absolutamente imposible usar la bicicleta. Los horarios se pusieron demasiado pesados (nunca salía antes de las ocho de la noche) y la pinta más exigente (había que vestirse como gente grande). Ahí comencé a irme en bus, en taxi o en el mejor de los casos, compartiendo carro con algún compañero de trabajo. Mi bici verde con amarillo estuvo acumulando polvo durante un buen tiempo.
La vida dio más vueltas y hace dos años terminé de regreso en la universidad con cinco años de estudio por delante. Un día vi que había una caravana de bicicletas que salía del norte e iba a mi universidad. Salía a las 6 de la mañana. Saqué la bicicleta, la limpié, la arreglé y compré un casco nuevo. Llegué a la cita a las 6:01 y ya no había nadie. Como ya estaba vestida, lista y con la bicicleta en orden, decidí seguir mi camino. Llegué a la universidad empapada en sudor, casi no encuentro el camino cuando se acabó la ciclorruta de la 13 y mi pelo estaba más desastroso de lo normal. Sin embargo, estaba absolutamente feliz. Seguí haciéndolo a menudo. Cada vez llegaba menos sudorosa y comencé a coger cancha. Incluso comencé a cargar impermeable en el morral para los aguaceros. Algunos ciclistas serios me dieron tips y rutas y la bici se volvió un hábito. Un hábito muy feliz.
Un año después de estar yéndome a la universidad en bicicleta, dos señores me asustaron en la 13 con 25, ya llegando a la ciclorruta de la 24. Creo que estaban tratando de robarme la bici. O tal vez solo querían asustarme. No pasó nada pero pasé tan mal rato que ese día tomé la decisión de no volver al centro en bicicleta hasta que arreglaran bien la conexión entre la ciclorruta de la 13 y la de la 24 y la situación de seguridad se mejorara un poco, consiente de que en esta ciudad eso significa nunca.
Afortunadamente esa restricción no me impide hacer el resto de mis vueltas en bici. Cualquier cosa entre la calle 34 y la 170 y los cerros y la autopista a la que vaya sola, voy en bici. Ya puedo montar en tacones, aunque nunca con los de chicanear realmente, porque los pedales quedan marcados en la suela de cuero. Lo sé porque así dañé unas baletas de charol rojo de una marca italiana cara y elegante.
Mi plan favorito en bici es ir peluquería. Me encanta salir con el pelo perfecto y las uñas recién pintadas montando en bici y con el casco colgado del manubrio para que no se me dañe el blower. Sé que esto último no es lo más inteligente del mundo, pero me hace profundamente feliz. Una pequeña contradicción que me da la sensación--falsa, yo sé, pero qué importa--de ser toda una transgresora: una mona pelilisa (temporalmente) y uñiarreglada andando a toda velocidad por la carrera 11 en una bicicleta de montaña verde con amarillo, guerrera y bastante masculina.

domingo, febrero 12, 2012

Un intento de obituario, que es más una entrada de un (querido) diario

Llamé a mi tío A a contarle que el señor colombiano al que le dieron la nacionalidad belga el mismo día que a C, Tomás Uribe Mosquera, se había muerto. Me contestó un "Ah..." bastante condescendiente, como si estuviera loca, preguntándose por qué lo llamaba un domingo a las 9 de la noche a decirle eso. La verdad, y no pude explicarle, es que me dio mucha tristeza cuando me enteré de su muerte. Aparentemente, le dio un cáncer de esos espantosos que se lo llevó bastante rápido. Yo no tenía la suficiente confianza como para haberlo visitado ni la suficiente cercanía como para haberme enterado de su enfermedad antes. Sin embargo, es una de esas muertes que duelen un poco porque era una persona a la que admiré muchísimo.
La primera vez que lo vi en mi vida fue en una sesión solemne en una corte en Bruselas en la que lo estaban entrevistando para ver si le otorgaban la nacionalidad belga y mi tía política estaba en el mismo proceso. Ese día solo se nos presentó, dijo que también era colombiano y le deseó suerte a mi tía. En ese momento tenía 18 años y no tenía ni idea ni quien era ese señor y si que menos que mi camino de historiadora iba a tomar un viraje tan drástico que iba a terminar conociendo a este matemático experto en comercio exterior en algún momento de mi vida.
Unos años después, cuando comencé a trabajar en temas de comercio exterior por cuestiones del destino, Tomás Uribe le pidió a mi jefe, que también había sido jefe de él (con la diferencia de que yo era solo la asistente y tenía 23 años y él había sido el jefe negociador del Ministerio de Comercio cuando mi jefa había sido Ministra) que le diera una carta de recomendación para su aplicación como director de la Fulbright en Colombia y nos sentamos un par de horas a redactarla juntos. El puesto no le salió y unos años más tarde me lo encontré otra vez, en un puesto nuevo tanto él como yo, en el que yo estaba en el equipo que estaba defendiendo el TLC con Estados Unidos y él en el que estaba más o menos en contra. Para ser más específicos, yo trabajaba en el equipo de Agenda Interna del Departamento Nacional de Planeación y él era asesor del Partido Liberal en estos asuntos. El Partido Liberal había preparado un cuestionario de 50 preguntas sobre los temas más candentes del TLC que nos había tomado un mes responder trabajando día y noche. Y lo grave del cuestionario es que no era la típica crítica desinformada que preguntaba si el TLC le iba a permitir a los gringos patentar la riqueza étnica del país y esos mitos urbanos sin fundamento y para los cuales ya había una respuesta prefabricada, sino que atacaba realmente los puntos débiles del tratado. Tocaba las fibras sensibles.
Era evidente que el cuestionario no lo había preparado un político cualquiera y que tenía manos "técnicas" involucradas. Cuando llegamos a la reunión con los liberales a presentarles las respuestas y vi a Tomás sentado al lado de Cecilia López, fue más que evidente de donde había salido todo, de las manos más técnicas de todas. Me dio mucha felicidad verlo esa vez. Me dio felicidad porque me había puesto a pensar y porque estaba tratando de hacer lo mejor que le puede pasar a un país democrático: oposición sólida e informada. Al finalizar la reunión, él se acercó a mí y me preguntó que si ya no trabajaba más con Marta Lucía (la jefe inicial) y que si estaba en el DNP. Eso nunca pasa y me sorprendió gratamente. Normalmente, la gente "mayor" e importante, se acuerda de uno por el puesto y el contexto y no sería capaz de reconocerlo en otra parte. Él lo hizo y lo hizo de una forma amable. Recuerdo que durante la presidencia de Uribe, se presentaba siempre como Tomás Uribe, el bueno, no sin antes sonreír con la sonrisa más pícara que le permitía su caballerosidad casi decimonónica.
No sé porque Tomás Uribe nunca fue ministro, pero está claro que estuvo detrás de la formulación de la política comercial de este país como hacedor y como crítico, dependiendo del momento. Sus opiniones fueron siempre relevantes y acertadas porque como buen estudioso, lo que decía siempre tenía fundamentos teóricos y asideros prácticos, como deben ser las posiciones de cualquier tecnócrata serio.
Durante los últimos 8 años nos encontramos muchas veces más en lugares diversos. En reuniones de colombo-belgas, en conferencias sobre comercio y competitividad, en reuniones del sector-público privado, etc. Además, no me perdía ni una de sus columnas en Portafolio. En las reuniones sociales, siempre estaba con su mujer, una rubia muy bonita y tan elegante como él, a la que nunca conocí. En las reuniones de trabajo, siempre estaba vestido como un lord inglés, aunque casi que sobraría el como del simil. Tomás Uribe era un lord inglés, sin lo inglés, en todos los ámbitos de su vida. Por eso, a pesar de que nunca lo conocí bien, cuando mi amiga L me contó que Tomás se había muerto el viernes me dieron unas ganas inexplicables de llorar y como mi tío A no me paró bolas, me tocó escribir este post para explicar porque la gente tiene que saber quién fue Tomás Uribe, el bueno, porque lo admiraba tanto y sobre todo, para darle sentido a mi tristeza.

viernes, febrero 10, 2012

En medio

He estado leyendo mucha literatura de esas que están en la frontera de mi campo. En cristiano eso significa que son textos de autores que no le comen cuento a los otros y están tratando de decir cosas nuevas en vez de reafirmar lo mismo que dijo el otro o criticar desde el mismo marco lo que dijo aquel. El problema es que uno no sabe muy bien si esos que están en la frontera son iluminados o locos. Tampoco sé muy bien dónde está parada mi profesora, la que me ha presentado a Max Neef, a Beer y a esos personajes y quien probablemente será mi asesora. Su marido, un escocés genial, usa chanclas sin medias en Bogotá y no come carne. Ella no se peina y usa ropa orgánica. En mi cabeza obtusa esos son signos de alerta. Está muy bien tener un par de amigos jipis, pero no necesariamente dejar que guíen tu trabajo. Menos cuando se trata de tu tesis de doctorado.
Sin embargo, estos manes locos hablando desde la frontera parecen tener más respuestas para todo lo que no entiendo que los que me están hablando desde la frialdad (que ya se por fin se volvió un territorio cómodo para mí) de los modelitos inspirados en la microeconomía.
Esta angustia existencial académica se ha reflejado en otros aspectos de mi vida. Yo, que suelo ser muy buena observadora y no se me pasa ni un trébol de cuatro hojas en un pastizal o cualquier mata bonita en un balcón, no he visto sino palomas espichadas, ratas pasando por ahí, medias nonas abandonada que ya parecen parte del pavimento y cosas por el estilo. Trato de ver las cosas bonitas porque casi siempre tengo una monita de un metro al lado y quisiera que ella estuviera viendo como está floreciendo el sietecueros del vecino y no las manchas de orines en los postes.
Estoy pensando con mucho cuidado si doy el salto a la frontera. O si opto por una posición ambivalente como las que siempre termino asumiendo por cobarde, una pata en cada lado a pesar de que yo quede en el medio sin decidir a cuál le doy la espalda.
Trataré de ver muchas flores pequeñitas este fin de semana. De esas que uno ve acostado en el pasto cuando éste no está recién cortado pero le falta todavía un par de semanas más para que le figure guadañadora. Tal vez ahí encuentre algún tipo de respuesta.

miércoles, febrero 01, 2012

Coincidencias premonitorias: chismes de primera, segunda y tercera mano

Oír que alguien cuente un chisme que tu conoces de primera mano. No más me ha pasado un par de veces en la vida pero han sido momentos extraños. Se sienten como si hubiera una falla en el sistema. Al fin y al cabo, es una coincidencia extraordinaria y las coincidencias extraordinarias tienen el aire de ser premonitorias, así nunca lo sean.
La primera vez fue en una buseta escolar, regresando de clase de equitación. Las niñas del curso de arriba, que por alguna razón siempre me detestaron, iban en la silla de atrás mío hablando de una mujer tan mala, tan mala que primero le había quitado el papá a una niña, y después al otro. Una de ellas dijo que la mamá había dicho que esa señora era una puta. La señora en cuestión era mi tía más adorada (con perdón de mi otra tía que tal vez lea este blog, que es la segunda más adorada). Efectivamente, después de haber salido de un matrimonio asqueroso con un tipo malvado de quien todavía nos burlamos en la familia (más de 25 años después) y de haber salido durante años con un idiota detrás de otro idiota, estaba enamorada y a punto de casarse con un nuevo personaje. Y claro, lo único que los dos tenían en común es que tenían hijas de la misma edad que estudiaban en el mismo colegio. Y valga aclarar, me lo pide mi subconsciente moralista, ninguno de los dos estaba casado cuando ella empezó a salir con ellos y ella tampoco.
Ese día lloré con rabia. Yo siempre he llorado de la rabia más fácilmente que de la tristeza. No le conté a nadie hasta después de mucho tiempo. Fue a mi mamá. A mi tía no le he contado y no le contaré jamás. A pesar de que no tenía más de 10 años, sabía que lo que ellas estaban haciendo estaba mal y que seguramente estaban repitiendo las estupideces que decían sus mamás gordas y desocupadas en sus casas, mientras le daban órdenes a tres empleadas de cómo hacer las cosas. En esa época no había cogido auge el fenómeno de las cuchibarbies y las mamás que se quedaban en casa solían ser amargadas y feas. O por lo menos así las recuerdo. Las niñas chismosas de la silla de atrás crecieron para convertirse en exactamente lo que uno podría imaginarse en ese momento. O lo que yo me imagino en este momento que me hubiera imaginado en ese momento. Efectivamente hoy en día son fotocopias más flacas de lo que eran sus mamás. Tal vez esa era la premonición. Que esas niñas que estaban repitiendo lo que decían sus mamás, no tenían más remedio que convertirse en ellas.
Desde ese entonces, me ha pasado lo mismo varias veces. Ayer me volvió a pasar. Una vez como conocedora del chisme y otra como propagadora. Las dos en una misma comida de compañeras del colegio. La primera vez tuve la posibilidad de corregir el chisme. Una compañera, de esas a las que no se les mueve un pelo, no les sobra un gramo y que la cartera les combina con todo, estaba contando cómo su jefe, que era un metrosexual por excelencia (pero adorado, aclaró) lo había dejado la mujer por el entrenador del gimnasio. Obviamente, la historia incluía detalles específicos de como la víctima se peinaba, se vestía, qué comía y cómo había vuelto a su mujer una obsesa del ejercicio y las dietas como él. Tanto así que sus hijos de 6 y 8 años no comían dulce y tomaban jugos verdes como el que yo tomo ahora algunas mañanas cuando me acuerdo. Yo lo único que añadí, entre dientes, fue una precisión para hacerle justicia a la verdad. Que la esposa no se había ido con el entrenador sino con el masajista. Y que el masajista ni siquiera estaba bueno. Qué así de desesperada tenía que estar. Lo peor es que si tuviera que escoger lados en esa historia, debería estar con el esposo, que es al que conozco bien. Ambos están bien hoy en día. Ella yo no está con el masajista y los dos siguen corriendo y alimentándose de comida asquerosa sin sal ni dulce.
Acto seguido, otra amiga comenzó a contar la historia de como la chica del video de Luly Bossa con aquel man era tía de otro de nuestros compañeros del colegio. Yo abrí mi bocota para decir que Luly Bossa era una mamacita deliciosa, y sí, tenía muchas ganas de escandalizar un poquito a mis compañeritas, cuando me paró P y me dijo que Luly era su tía. Yo no pude hacer nada diferente sino reírme. D confesó que había ido a comprar el video y que le habían vendido el video equivocado. Eso sí escandalizó al público y generó más risas. Luly resultó siendo efectivamente la tía de P. La tía, tía, nada de grados extraños de consanguinidad, pero P no parece tener la fogosidad de su tía. O por lo menos no me han contado el chisme.