martes, octubre 30, 2012

Los niños y las instituciones

Ame entendió rapidamente que la hora en la que se acaba el colegio en Hull depende de mí y no del colegio, contrario a lo que sucede en su colegio de Bogotá, donde la hora de salida es fija y determinada por la entidad. Ha sido duro para nuestra relación ya que tiene absoluta conciencia de que cuando la recojo tarde es porque preferí quedarme trabajando en vez de pasar la tarde con ella. Por supuesto, ha llevado a que la hora de la recogida se vuelva un tema más sobre la mesa; rápidamente entendió que se trata de algo flexible y que está sujeto a negociación y que ella puede usarlo para conseguir cosas. Por ejemplo, hace unos días me dijo que si la dejaba irse disfrazada, se quedaba hasta más tarde "feliz". Se fue vestida de Mérida, con arco y flechas incluídos.
A mí, obviamente se me mueven las fibras más profundas de la maternidad, sobre todo cuando sé que su mejor amigo del jardín es un niño autista, porque es el único otro del salón que no habla inglés (ni nada) y que claramente Ame está por fuera de su zona de confort. Es cierto que el hecho de que se haya adaptado a estas condiciones adversas como pudo habla bien de ella, pero a uno no deja de arrugársele el corazón.
Hoy me mató cuando me dijo con ojos suplicantes que por favor la recogiera después del almuerzo. Le dije que sí, pero cuando iba saliendo por la puerta del jardín, salió corriendo y me aclaró. "Mentiras mamá, más tardecito. Recógeme después del postre".

De la cortesía a la igualdad


Una amiga me advirtió, con algo de ingenuidad, que la noción de igualdad de género era tan profunda en Inglaterra, que no debía esperar ningún tipo de ayuda para subir una maleta pesada o para que me cedieran el puesto a mí o a mi hija en el bus, el tren o cualquier otra parte. Después de tres meses de vivir en Inglaterra, con la única compañía de una niña de cuatro años, puedo decir que mi amiga estaba equivocada, en Inglaterra todavía falta mucho camino por recorrer en el debate por la igualdad de género. 

Tenía razón en que no debía esperar gestos de cortesía de extraños, pero a veces, y muy felizmente, alguien aparece para sorprenderlo a uno. A menudo me he visto empujando un coche--con una niña de 15 kilos encima--jalando una maleta y cargando un morral, mientras jóvenes saludables pasan a mi lado sin inmutarse, concentrados en cogerle la mano a su novia o no quemarse con su café recién comprado. Pero ese no es un problema de género, es un problema de cortesía. Tan es así que hace unos días una bellísima mujer que cuenta con mi eterno agradecimiento me ayudó a subir el coche de mi hija desde la plataforma del metro hasta la calle. Era una de esas plataformas que están cerca del noveno círculo del infierno y ella me dio una mano mientras subíamos lo que parecían millones de escalones.

Pero no tenía razón en que todavía los temas relacionados con la sexualidad se manejan en términos diferentes cuando se trata de hombres o de mujeres. Hace unas semanas pararon el tren en el que iba para bajar a cinco señores. Ellos venían de un partido de fútbol en el que aparentemente había ganado su equipo y claramente estaban pasados de copas. Supe que estaban diciendo groserías porque la señora que iba a mi lado se paró furiosa a decirles que tuvieran cuidado con lo que estaban diciendo, que en el tren había niños, refiriéndose a mi hija que estaba a mi lado sin inmutarse con lo que estaba pasado. Me enteré después que la gota que rebosó la copa fue un chiste con alto contenido sexual que tengo que confesar que no entendí. El acento de Yorkshire todavía se me escapa. La señora los denunció ante las autoridades y las autoridades le hicieron caso. El tren se demoró treinta minutos mientras bajaron a los señores e hicieron preguntas. Nadie dijo ni una palabra en el resto del recorrido.

Hace una semana pasó algo similar pero con consecuencias diferentes. También había un grupo de personas borrachas en el tren. En este caso las personas llevaron su entusiasmo etílico más allá que los del primer tren. Hubo desnudez, concurso de eructos y cosas que no puedo describir sin tener que poner un aviso de "exclusivo para mayores de 18". La gran diferencia con el grupo de la semana anterior es que eran mujeres y que, tal vez por eso, nadie las denunció. Incluso, el conductor les preguntaba maliciosamente cómo iban las chicas necias del tren cuando pasaba en frente de ellas y ellas a su vez le pegaban nalgadas con las botellas de cerveza. Él se reía, ellas se reían aún más y los demás suspirábamos de la desesperación. El tren no tuvo demoras pero el viaje fue eterno.

Estos ejemplos muestran que no es que mi amiga no haya entendido bien el problema de género, sino que la igualdad de género es una noción que no nos hemos acabado de inventar. Si el que se hubiera quitado los pantalones fuera un hombre y no una mujer, el tren habría parado en seco sin importar dónde estuviéramos. Si en vez de haber sido una mujer pegándole unas nalgadas a un conductor hombre, se hubiera tratado de un hombre pegándole unas nalgadas a una conductora mujer, la cosa habría llegado al periódico. Tal vez a la primera plana. Pareciera como si estuviéramos muy bien entrenados para identificar las agresiones sexuales de hombres a las mujeres hasta el punto de confundir la patanería y la descortesía con violencia sexual y dejamos pasar las agresiones de género femeninas más evidentes. Claramente esto no significa que las agresiones sexuales de los hombres no sean gravísimas, si no que las de las mujeres también lo son. Sobre todo, significa que la igualdad debe pasar porque se le exija respeto a todo el mundo y que midamos las agresiones con la misma vara.

Es posible que en un par de generaciones las mujeres evolucionen en criaturas que pueden empujar coches con una mano, cargar maletas con la otra y dar compota con la tercera, pero por el momento, hay que concentrase en entender con claridad los diferentes escenarios para aprender de esta situación y tal vez lograr una convivencia más amable. Por un lado, hay dejar claro que las agresiones de género, y en particular las agresiones sexuales, son ofensivas tanto en hombres como en mujeres, que en Colombia, en el norte de Inglaterra o en cualquier lugar del mundo y que hay que denunciarlas en ambos casos. Sin embargo, también hay que entender que dejar de ayudar a alguien que está encartado con un bebé, una maleta o una guitarra, no es un asunto de género, sino más bien uno de cortesía y que confundir la descortesía con la igualdad de género es una canallada que enaltece la patanería y simplifica el debate. Al fin y al cabo, ¿usted, lectora mujer, no ayudaría a un hombre que está encartado con un bebé en un coche, una pañalera y un café hirviendo tratando de subir unas escaleras?

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PD: Sé que había dicho que iba a escribir sobre la educación como marcador de clase, pero la entrada está todavía en construcción. Tal vez será la de la próxima semana. O de la que le sigue. 

En Twitter: @CristinaVelezV

viernes, octubre 26, 2012

La cabeza del ratón vista desde la cola del león


Los rankings siempre son antipáticos. Los primeros lugares se los pelean los mismos de siempre y los de atrás están luchando por subir algunos peldaños, a sabiendas de que nunca van a llegar arriba. 

Sin embargo, los rankings son los termómetro que miden desde la competitividad de un país, como el Doing Business del Banco Mundial cuya versión de 2013 acaba de ser publicada, hasta el prestigio de las universidades, como el QS University World Rankings y algo dicen. Por una parte, es sus versiones detalladas, le pueden decir a una organización qué puede hacer para parecerse más a los primeros. Por otra, debido a que los criterios de medición son consistentes con el tiempo, dejan ver qué tanto ha cambiado una cosa frente a sí misma y frente a los demás en el tiempo.

Esto no implica que no se deba criticar el termómetro con el que se miden las cosas. Por mi parte, creo que hay que cuestionar cualquier instrumento de medición en el que los primeros siempre son los mismos. De hecho, soy de las que cree que hay que cuestionar todo por principio (gracias, Mamá) y por supuesto, el ranking QS no está exento de ese escudriño. Una crítica a este indicador puede seguir la línea de este artículo de Howard Hotson en el London Review of Books, en el que defiende a capa y espada la institucionalidad académica británica sobre la americana haciendo un análisis estadístico básico. Sin embargo, la batalla que Hotson está luchando es entre los primeros y los segundos y excluye a todos los demás. Otra es la crítica que se puede hacer desde la mitad de ranking y por supuesto, otra aún desde el final. 

Tengo que confesar con mucha vergüenza que siento algo de orgullo cada vez que veo que mi alma mater sube puestos en el QS. De hecho, hace uno días me pillé a mí misma corrigiendo a un directivo de la universidad que hoy me alberga--una universidad pequeña de provincia que a pesar de ser inglesa está en el final del ranking--aclarándole que la Universidad de los Andes estaba por encima de una universidad mexicana de la que estaban hablando e incluso de la misma universidad en la que la conversación estaba teniendo lugar. Después de que se me pasó la pena, ese episodio me llevó a pensar en qué es lo que realmente significan estos indicadores para las universidades que están en la cola. Concluí que, como lo indica la naturaleza de comparativa de cualquier ranking, se trata de algo absolutamente relativo. Por un lado, en un decoroso puesto 335 en 2012 escalando unos 180 peldaños, los Andes se perfiló como la sexta mejor universidad de América Latina y la primera de Colombia. Por otro, la Universidad de Hull, ubicada en algún lugar entre las 501 y las 550 y en un proceso de descenso vertiginoso, ha sido una especie de desgracia local: una organización que vive en la sombra de quienes alguna vez se pasearon por sus corredores como Anthony Giddens y Philip Larkin, pero que hoy solo refleja la decadencia de la ciudad en la que está y la inminencia de lo que es más que obvio: a pesar de contar con una rectora baronesa, Hull no está, ni estará jamás, en las ligas de Oxbridge. 

Sin embargo, el punto es el mismo para la cabeza del ratón y la cola del león: ninguno de los dos será llegará nunca a ocupar un puesto en la melena y eso no necesariamente es malo. Tampoco es bueno. Simplemente nos indica que en la medida en que los indicadores se hagan para premiar lo que hacen tan bien quienes ocupan los primeros puestos, las universidades en la cola podrán luchar para escalar posiciones, a sabiendas de que el tope natural, tanto de Hull como de los Andes, debe de estar alrededor del puesto 150 en el mejor de los casos. Ni la una ni la otra pueden competir con los detalles de fina coquetería de las primeras universidades del mundo como las bibliotecas interminables, el salón aquel en el que Newton dio clase, o números de dos dígitos de ganadores de premios Nóbel en la nómina. Sin embargo, sí pueden diferenciarse en otros aspectos y llegar a definir, en sus propios términos, cuáles son los temas en los que van a ser líderes mundiales. Así, algún día podrán llegar a ocupar los primeros puestos de otros rankings; de rankings elaborados con las reglas que ellas mismas crearon.
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Aprovechando esta inspiración meta-académica (¡qué palabrota!), en la próxima entrada voy a escribir sobre la educación como marcador de clase. 
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Posdata: Después de haber publicado la entrada anterior y de haber recibido una llamada transatlántica de mi abuela para felicitarme y todo, me di cuenta de que hubiera sido mucho más acertado traducir idleness como ociosidad y no como holgazanería. Les pido mil disculpas.

El viejo arte de la vida cotidiana


Desde la fundación en 1993 de la revista The Idler, que se traduce en algo así como El holgazán, Tom Hodgkinson ha invitado a sus lectores a trabajar menos, a gozar más, a tomar mucho vino y por qué no, a aprender a tocar el ukulele. 

Para lograrlo hay que renunciar a muchos de los supuestos placeres de la vida moderna, que son, según él, los que hacen que la relación entre individuo y corporación se perpetúe, amarrándonos a trabajos que detestamos y llevándonos a llenar nuestros vacíos con cosas que no necesitamos y que no podemos pagar. Hodgkinson nos invita a vivir vidas más sencillas en las que recuperemos el viejo arte de la vida cotidiana y el placer de las tareas domésticas. 

Fuera de los consejos prácticos, que están escritos más para provocar y hacer reír que para ser tomados en serio--por ejemplo, dice que los niños adoran a una mamá tomada--Hodgkinson parece tener mucha razón. Somos capaces de comprar aparatos que no necesitamos, que supuestamente nos van a hacer la vida más fácil, pero no sabemos remendar un par de medias, hacer nuestro propio pan o siquiera arreglar el artilugio que acabamos de comprar cuando se dañe. La moraleja del manifiesto del holgazán es que la tranquilidad, y por ende, los espacios para vagar, no vienen empacados en un contenedor que salió del puerto de Shanghái, sino en las decisiones que tomemos sobre cómo llevar nuestras vidas. 

Lo más atractivo de la propuesta de Hodgkinson es que invita a una forma de hipismo sin los discursos psicodélicos y abraza-árboles que suelen darle erisipela a quienes, como yo, nos creemos racionales y científicos. La idea es que recuperemos nuestra casa y nuestras vidas, trabajemos menos y vivamos la vida que realmente queremos y no la que nos venden en los comerciales de televisión. Obviamente, esto supone que dejemos de querer tantas cosas, que cortemos por la mitad la tarjeta de crédito y que, en cuanto a la educación de los hijos se trata, vayamos más al bosque que al centro comercial. La lógica que está detrás de esta propuesta es muy básica: entre más sencilla sea nuestra vida y menos plata gastemos, menos plata vamos a tener que hacer, y por ende, menos vamos a tener que trabajar. Hodgkinson no nos hace invitaciones a que cambiemos nuestras vidas por culpa, por misticismo, o por cosas profundas que muevan esas fibras que los escépticos no tenemos. 

Claro, para renunciar a nuestros trabajos de tiempo completo, fundar una revista y un movimiento pro holganazería, hay que dejar de comprar juguetes de plástico, empezar a entretener a nuestros hijos con piedras y hojas de papel y aprender a arreglar las cosas.  En esencia, hay que recuperar la vida doméstica para poder vivir vidas más tranquilas. Tal vez la semilla de un cambio real en la economía global: en un estilo de vida que permite tomar más trago, dormir más y ser más felices trabajando menos. 

jueves, octubre 25, 2012

La frase

"I wonder if you remember the story Mummy read us the evening Sebastian first got drunk--I mean the bad evening. Father Brown said something like 'I caught him . . . with an unseen hook and an invisible line which is long enough to let him wander to the ends of the world and still to bring him back with a twitch upon the thread.'"
- Cordelia Flyte, Brideshead Revisited

martes, octubre 02, 2012

Sobre la alienación y esas cosas

Acabo de salir un rato a tomar el sol para aprovechar un poco . Me encontré con el profesor venezolano que está haciendo su sabático acá. Tiene un color de piel bonito que esconde los años. No sabría si tiene setenta o cincuenta. No me acordaba de su nombre así que lo salude con el muy cordial "Profesor". Me sonrío y me armó conversación. Me preguntó en qué trabajaba y yo le pregunté en qué trabajaba. Me contó que estaba escribiendo un libro sobre una experiencia de educación experimental desde una perspectiva sistémica. Después me contó que el sol activaba un receptor clave para el sistema inmunológico y que me recomendaba que tratara de tomar sol cada vez que pudiera para que no me enfermara en el invierno. Después me dijo que sentía que la universidad había cambiado muchísimo. Que él había estado en Hull hacía veinte años y que claramente la tecnología y el mercado habían logrado que pasara de ser una universidad pequeña pero muy amigable a un lugar algo alienante e impersonal. Que unos baños tan limpios y una cafetería tan grande y estandarizada no parecían ser muy amigables con la construcción de conocimiento y de una comunidad académica real. Yo miré la taza desechable de capuchino de Starbucks que tenía en la mano sintiéndome culpable. Él también la miró y sonrío, diciéndome "¿Ves?" con su gesto. Después me dijo que educar a los niños en este mundo era un reto enorme y que teníamos que protegerlos de la alienación. Le dije que siempre tenía eso presente en la educación de mi hija y omití decirle que ese proceso me preocupaba más en mí que en Amelia. Él me dijo que para nosotros (incluyéndome en ese nosotros) ese proceso era menos grave porque teníamos un pie en un lado y otro en otro. Yo no le conté que todos mis levantes de adolescencia estuvieron mediados por ICQ.

Anoche estaba pensando precisamente que en Inglaterra había aprendido a través del ejemplo de Laura M y de Ángela y Jon a llevar una vida más austera y consciente y por ende, más consecuente con como me gustaría que fuera el mundo, pero esta mañana miré cada una de las fotos del desfile de Yves Saint Laurent y quise locamente tener unos vestido de esos para ponerme algún día. No sé si son sentimientos incompatibles, o si son claramente una expresión de ese proceso de alienación del mercado y la tecnología de los que hablaba el profesor venezolano. Pero después también pensé que me gusta el mercado y me gusta la tecnología como conceptos abstractos y como manifestaciones reales. Que el mercado permite que las personas actúen y existan libremente y se regulen sin que depender de un intermediario que limite su libertad y que también me permite comprar un vestido de YSL si algún día tengo la plata. Y que la tecnología permite que yo lea artículos académicos escritos en todas partes del mundo, incluso algunos encontrados de forma poco ortodoxa en páginas web escritas en cirílico, y que Amelia juegue a las muñecas con mi mamá a través de Skype mientras yo cocino mote de ñame en el norte de Inglaterra para invitar a ese profesor venezolano, con su familia, a comer a la casa.

No sé dónde estén mis pies en este proceso de alienación inevitable, pero esperaría buscar un terreno firme para poder tenerlos en los dos costados de los que habló el profesor venezolano y ayudar a Ame a que los ponga donde ella quiera, consciente de las consecuencias de su escogencia.