lunes, mayo 26, 2014

Más historias típicas colombianas

M nos invitó a seguir contando historias sobre la familia. Hay una vena escribidora entre las mujeres de mi casa y creo que la invitación puede llevar a algo bonito. El problema es que se nos tiene que pasar la pena de escribir. Yo no sé si celebrar o morirme de la angustia con los lectores del blog y me siento más cómoda cuando publico cosas muy serias que llevan muchas citas como coraza. Sé que mi mamá tiene cuadernos con notas que desaparece antes de que alguien pueda verlos. C es más abierta a publicar por lo que es literata y sé que tiene una novelita en proceso que está muy bien. Lo que he leído del proyecto me ha encantado. Hasta ahora solo ha publicado la traducción de unos poemas, pero eso muestra que ella sí venció el miedo. P escribe poesía y pinta y como artista, parece ser la que menos miedo le tiene a salir del clóset como escritora. A escribe fórmulas médicas y papers sobre vacunas, pero con esa pasión con la que oye boleros, debe tener un par de cuentos guardados por ahí. M sí es escritora de verdad. Talentosa y cuidadosísima pero también le tiene pánico a publicar. O tal vez lo que tiene es una fe inmensa en las pequeñas editoriales independientes de Cataluña que le han publicado sus cosas, no sé.

Hay otra historia de con fincas y sensación de inseguridad que quisiera contar y ahí va. Es un borrador y la iré mejorando en estos días:

Según me ha contado mi mamá, mi abuela tuve un renacer religioso extremo precisamente en el momento en el que la primera de sus hijas que se iba a casar, decidió hacerlo por lo civil. Después de este estrellón contra la pobre educación religiosa que habían recibido sus hijos, decidió cambiar a sus dos hijos menores a colegios religiosos y comenzó un rarísimo peregrinaje de reencuentro con el catolicismo de su infancia. Su nietos, por supuesto, fuimos de alguna forma blancos del proceso. A M y J no los bautizaron porque M siempre ha sido la más seria con sus cosas. A y mi mamá, más pusilánimes, nos bautizaron y nos acolitaron lo de la primera comunión con fiesta, vestido y ponqué. Una de las formas que tenía mi abuela de asegurarse de que no nos perdiéramos en el camino del ateísmo era invitarnos a misa el domingo.  No sé si a M lo invitara, pero estoy segura de que en algún momento fue. Ir a misa el domingo en Guasca lo ponía a uno en un lugar alto de los favores de la abuela y podía llevar incluso a que le regalaran panelita o paleta en la tienda de la plaza del pueblo. Yo siempre caía en la trampa de la misa de pueblo porque desde chiquita tengo un afán de complacer casi patológico. Y claro, ir a misa y rezar con mucha convicción, incluyendo quedarse arrodillado un poquito más tiempo que el de al lado después de la comunión, significaba ser la favorita de mi abuela así fuera por un ratico no más.

Además de las invitaciones para ir a misa, mi abuela soltaba cuentos de santos de vez en cuando. Los cuentos de santos iban a acompañados de las figuritas con las que fue llenando su cuarto después de la muerte de mi abuelo. Las figuritas pegan con la casa porque la casa es colonial, pero sobre todo, las figuritas tienen historias. Sin embargo, antes de que pudiera poner las figuritas en las paredes de su cuarto, cosa que mi abuelo, con su rigurosidad arquitectónica, no habría permitido, también nos contaba cuentos bíblicos.

Del que más me acuerdo, porque todavía me da miedo, fue del día de los Santos Inocentes. Para mí, el 28 de diciembre era una excusa para hacerle trampas y chistes a los adultos. De hecho, recuerdo un día en el que mi papá me mandó a llenar la cantimplora de aguardiente porque nos íbamos a montar a caballo y yo la llené con agua. Él y los otros adultos que iban con nosotros al paseo no habían llevado suéter, a pesar de que íbamos al páramo, porque llevaban guaro para calentarse. Ya se imaginarán la cara de todos cuando sacaron la cantimplora para calentarse. Sin embargo, en algunas vacaciones de diciembre, mi abuela me contó la historia de cuando Herodes mandó a matar a todos los niños de Israel para que Jesus no lo destronara. La historia le dio otra dimensión al 28 de diciembre y éste se volvió para mí el día más aterrador del año, que de alguna manera compensaba la felicidad desbordada de mi cumpleaños y de Navidad en los últimos días. Por alguna razón, yo decidí que Herodes (que en mi cabeza fue Poncio Pilatos, se me cruzaron las historias en algún momento porque tampoco tuve una buena educación religiosa, como que de eso ya no dan) atacaba de noche después del caminito por la huerta, justo antes de voltear a la casa adjunta donde dormíamos los niños y los papás con hijos más chiquitos. Creo recordar que esa asociación es porque la historia me la contó justamente mientras hacíamos ese trayecto, pero creo que es un recuero creado después.

Por esta tergiversación de la historia, y la suma de Herodes, Poncio Pilatos y los miedos reales de la presencia de las FARC a finales de los 90 en todo el Guavio, todavía le tengo pánico a hacer esa caminata de noche sola. Quedo muy orgullosa de mi misma cada vez que tengo la valentía para hacer la travesía sola sin correr como una demente, pero en mis 32 años, solo lo he podido hacer un par de veces. No he vuelto a misa en Guasca desde hace casi 20 años, pero lo volvería a hacer para comprarle una panelita a mi abuela en la tienda.

lunes, mayo 19, 2014

Una típica historia colombiana

La primera vez que fuimos a Medellín después de que se muriera mi bisabuela y de que vendieran la casa de La Florida en El Poblado, dónde pasamos algunas vacaciones alrededor de una pileta fría que fungía de piscina, fue al matrimonio de un primo de mi papá. O de una prima, no me acuerdo bien. Fuimos los primos grandes y los chiquitos se quedaron en Bogotá. El tío (¿o la tía?) se estaba casando con el heredero de un empresario antioqueño de esos importantes que son casi próceres y como la cosa de seguridad estaba complicada, todos los eventos estaban llenos de escoltas, policías y para rematar, nos iban diciendo dónde y a qué horas era todo solo unas horas antes de que empezara. Todo era secreto y sorpresa, para no darles pistas a unos malos que no sabía bien quiénes eran. Tan complicado era el tema de la seguridad en Medellín en ese momento, que hasta habían secuestrado a un primo de mi papá, que no era tan prestante ni tan rico como los de la familia del futuro cónyuge del tío o tía, y el Gaula lo acababa de liberar. Después de eso, tanto el liberado como sus hermanos habían empezado a andar armados. Me acuerdo perfectamente del tema de las armas porque hubo muchas levantadas de cejas y chasquidos de lenguas frente a ese hecho por parte de los que venían de Bogotá y sobre todo por parte de mi mamá.
El domingo después del matrimonio nos fuimos a pasar el día en la finca de los tíos de mi papá en Rionegro. Rionegro es un lugar muy familiar para los bogotanos porque hay feijoas, hace frío y lo que podíamos hacer los niños era lo mismo que hacíamos en Guasca o en Cajicá mientras los adultos también hacían lo mismo que acá: hablar y tomar cerveza. O camparis. O tal vez ginebra. O algo. Un detalle irrelevante para los 10 años que tenía en ese momento. La finca quedaba en la cima de una montaña y se llegaba por una pequeña carretera destapada rodeada de bosques. Mientras los adultos se acomodaron y por turnos miraban por un novedosísimos telescopio que uno de mis tíos armados había comprado, seguramente al mismo tiempo que habían comprado las armas que no sabían cómo usar pero que los iban a proteger de otro secuestro, los niños nos fuimos a buscar greda en el bosque porque íbamos a hacer yo no sé que cosa. Con el telescopio se veía toda la vereda, incluyendo la carretera destapada que solo llegaba a la finca en la que estábamos.
Nos embarramos mucho buscando una mina de greda perfecta, porque lo que habíamos visto hasta el momento nos parecía solamente tierra mojada. Cuando por fin creímos haberla encontrado, llegó mi mamá corriendo a toda velocidad. Mi mamá tiene patas largas, mucho más largas que las mías, y creo que ese fue el día en el que más rápido corrió en toda su vida. Nunca nos llamó y nunca gritó, pero cuando nos encontró se llevó el dedo a la boca suplicándonos con sus ojos que hiciéramos silencio y nos arrastró a la parte alta de un potrero corriendo igual de rápido que ella. No me acuerdo bien, pero seguro se llevó al hombro a alguno de los más chiquitos que iba con nosotros. En la cima, nos hizo acostar en un pastizal y por primera vez habló en susurros y nos dio la orden más perentoria que me han dado en mi vida: "No hagan nada de ruido. Si tienen que hacer pipí, háganse en los calzones que después lo resolvemos".
No me acuerdo bien cuánto tiempo estuvimos en el pastizal, pero pudo haber sido una hora o una eternidad. Seguro nos picaba todo por el pasto, pero ninguno dijo absolutamente nada. Oímos unas motos que pasaron y un señor furioso gritando que los hijueputas se habían escapado. Lo siguiente que oímos, un tiempo después, fue a mi abuelo que pasó llamando a mi mamá diciendo que ya todo había pasado. Mi mamá igual no respondió hasta que se aseguró de que estuviera solo.
Bajamos del potrero, nos montamos en un carro y nos fuimos al aeropuerto sin almorzar y sin despedirnos. Después oímos historias de mujeres embarazadas que se metieron debajo de las camas para esconderse y de primos de mis papás sacando unas armas que no sabían usar y que afortunadamente no tuvieron que hacerlo y de mucho susto.
La siguiente vez que fui a Medellín fue de adulta, en algún viaje de trabajo.