Dice F., que cuando uno se enreda en una relación adúltera, lo primero que tiene claro es que tiene una fecha de vencimiento. No se sabe si durará como una bolsa de leche fresca o como una lata de sardinas de una ancheta navideña. La primera estará agria en una semana. Será evidente que la bolsa está podrida y habrá que botarla. La segunda puede durar hasta décadas en la alacena. Incluso puede sobrevivir un par de trasteos a la espera de que algún día haya un terremoto o de que alguien decida recibir una visita con sardinas en escabeche y en ambos casos, se darán cuenta de que la lata tiene de vencido lo mismo que de haberse graduado del colegio el hermano mayor.
En una época en la que no había tantas posibilidades de comunicación (y me imagino en los años 30 en Cartagena) comenzar una relación adúltera debía ser difícil, pero terminarla muy fácil. Los telegramas, las cartas e incluso el teléfono eran demasiado públicos para enviar un mensaje a un amante, pero el amorí0 podía acabarse de raíz incumpliendo una cita. También podía arrastrarse sin consumarse durante años, incluso después de su fin, con miradas cómplices en la misa del domingo y sin tener que cruzar palabra alguna. No sabría nada uno del otro, además de chismes eventuales provenientes de terceros.
Hoy en día la cosa es diferente: hay demasiados frentes que atacar. Si necesito a A (el esposo) puedo buscarlo a través del teléfono fijo, del celular, del correo electrónico (cuenta de la oficina o cuenta personal), Twitter, Facebook, mensaje de texto, chat de Blackberry, etc. Si uno tiene la mitad de estos frentes de comunicación con un amante y quiere borrarlo de la vida antes de que no sea solo uno el que se de cuenta de que la leche está podrida sino el edificio entero, tendría que cambiarse de planeta porque irse a la China no sería suficientemente lejos. Siempre estaría la tentación de leer qué escribió en su blog, dónde estuvo mirando sus fotos de Flickr, de mandarle un mensaje de texto, de llamarlo a la oficina una última vez. A esto, súmele las formas tradicionales de perseguir un amor como pasearse casualmente por su barrio buscando encuentros fortuitos y mandar flores anónimas.
Lo evidente sería por supuesto, no enredarse con un amante (y este sería mi consejo), pero si ya lo hizo, la clave es saber cuándo se acabó la cosa (o cuando debe acabarse) antes de que su vida se vuelva una novela mala y sea comidilla de baños turcos y pasillos. El problema es que los nuevos medios de comunicación hacen que sea más difícil darse cuenta de cuándo pasó la fecha de vencimiento de la relación y se puede caer en la trampa de tener una bolsa de lecha pasada en la alacena al lado de las sardinas y los duraznos en almíbar de la última Navidad del siglo pasado.
(Después de un par de mensajes perplejos por Facebook, Twitter y G-chat sobre esta entrada, hago un disclaimer: No, no tengo un amante. No, no estoy mal con A. No, no y no. Solo se trata de un ejercicio de recoger las experiencias de montones de amigos--que la mayoría han sido los cachoneados y no los autores de los cachos--sobre el tema. Y sí, es un ejercicio para ver si consigo trabajo en Cosmopolitan, dónde aparentemente pagan mejor que en las universidades. De paso aclaro que esta misma reflexión vale para ex novios, ex novias, ex maridos, ex esposas, etc.).