lunes, mayo 19, 2014

Una típica historia colombiana

La primera vez que fuimos a Medellín después de que se muriera mi bisabuela y de que vendieran la casa de La Florida en El Poblado, dónde pasamos algunas vacaciones alrededor de una pileta fría que fungía de piscina, fue al matrimonio de un primo de mi papá. O de una prima, no me acuerdo bien. Fuimos los primos grandes y los chiquitos se quedaron en Bogotá. El tío (¿o la tía?) se estaba casando con el heredero de un empresario antioqueño de esos importantes que son casi próceres y como la cosa de seguridad estaba complicada, todos los eventos estaban llenos de escoltas, policías y para rematar, nos iban diciendo dónde y a qué horas era todo solo unas horas antes de que empezara. Todo era secreto y sorpresa, para no darles pistas a unos malos que no sabía bien quiénes eran. Tan complicado era el tema de la seguridad en Medellín en ese momento, que hasta habían secuestrado a un primo de mi papá, que no era tan prestante ni tan rico como los de la familia del futuro cónyuge del tío o tía, y el Gaula lo acababa de liberar. Después de eso, tanto el liberado como sus hermanos habían empezado a andar armados. Me acuerdo perfectamente del tema de las armas porque hubo muchas levantadas de cejas y chasquidos de lenguas frente a ese hecho por parte de los que venían de Bogotá y sobre todo por parte de mi mamá.
El domingo después del matrimonio nos fuimos a pasar el día en la finca de los tíos de mi papá en Rionegro. Rionegro es un lugar muy familiar para los bogotanos porque hay feijoas, hace frío y lo que podíamos hacer los niños era lo mismo que hacíamos en Guasca o en Cajicá mientras los adultos también hacían lo mismo que acá: hablar y tomar cerveza. O camparis. O tal vez ginebra. O algo. Un detalle irrelevante para los 10 años que tenía en ese momento. La finca quedaba en la cima de una montaña y se llegaba por una pequeña carretera destapada rodeada de bosques. Mientras los adultos se acomodaron y por turnos miraban por un novedosísimos telescopio que uno de mis tíos armados había comprado, seguramente al mismo tiempo que habían comprado las armas que no sabían cómo usar pero que los iban a proteger de otro secuestro, los niños nos fuimos a buscar greda en el bosque porque íbamos a hacer yo no sé que cosa. Con el telescopio se veía toda la vereda, incluyendo la carretera destapada que solo llegaba a la finca en la que estábamos.
Nos embarramos mucho buscando una mina de greda perfecta, porque lo que habíamos visto hasta el momento nos parecía solamente tierra mojada. Cuando por fin creímos haberla encontrado, llegó mi mamá corriendo a toda velocidad. Mi mamá tiene patas largas, mucho más largas que las mías, y creo que ese fue el día en el que más rápido corrió en toda su vida. Nunca nos llamó y nunca gritó, pero cuando nos encontró se llevó el dedo a la boca suplicándonos con sus ojos que hiciéramos silencio y nos arrastró a la parte alta de un potrero corriendo igual de rápido que ella. No me acuerdo bien, pero seguro se llevó al hombro a alguno de los más chiquitos que iba con nosotros. En la cima, nos hizo acostar en un pastizal y por primera vez habló en susurros y nos dio la orden más perentoria que me han dado en mi vida: "No hagan nada de ruido. Si tienen que hacer pipí, háganse en los calzones que después lo resolvemos".
No me acuerdo bien cuánto tiempo estuvimos en el pastizal, pero pudo haber sido una hora o una eternidad. Seguro nos picaba todo por el pasto, pero ninguno dijo absolutamente nada. Oímos unas motos que pasaron y un señor furioso gritando que los hijueputas se habían escapado. Lo siguiente que oímos, un tiempo después, fue a mi abuelo que pasó llamando a mi mamá diciendo que ya todo había pasado. Mi mamá igual no respondió hasta que se aseguró de que estuviera solo.
Bajamos del potrero, nos montamos en un carro y nos fuimos al aeropuerto sin almorzar y sin despedirnos. Después oímos historias de mujeres embarazadas que se metieron debajo de las camas para esconderse y de primos de mis papás sacando unas armas que no sabían usar y que afortunadamente no tuvieron que hacerlo y de mucho susto.
La siguiente vez que fui a Medellín fue de adulta, en algún viaje de trabajo.

2 comentarios:

Ana María Mesa Villegas dijo...

No sé por qué comentar esto en tw me da pudor, yo no he estado cerca de algo así, solo recibimos alguna vez unas llamadas extorsionando a un tío... Una persona que sabía dónde vivíamos todos, qué hacíamos y por dónde nos movíamos quería que mi tío le consignara nosécuánto. Nos recomendaron cambiar rutas, horarios, etc. Y ya, o el tipo nos sacó de su base de datos o pasó algo que no me contaron porque hasta ahí llegó la cosa. Qué tristeza.
También tengo unos familiares que andan armados, tampoco me gusta, como a tu mamá.

Anónimo dijo...

Esas experiencias nunca se olvidan. No me imagino siquiera la angustia de tu mamá.
Muy triste esa etapa de terrorismo que tuvieron nuestros hijos. A veces he pensado que es una de las razones por las cuales muchos de ellos acabaron, por gusto propio, viviendo fuera del país.