La primera vez que quise aprenderme el nombre de las matas fue cuando chiquita. Debía tener unos 9 o 10 años. Mi tío, un agrónomo filósofo, me ayudó a hacer un herbario para comenzar la tarea. Inicialmente comenzó como un proyecto para el colegio, pero se volvió mucho más ambicioso después. Por lo menos la idea era ambiciosa. Recogimos hojas de los caminos de Guasca y de las matas que había en la finca. Puse las hojas a secar en un libro muy grande con hojas de papel de seda y tomé apuntes sobre cada planta en un cuaderno bonito que iba a ser el herbario. Tengo un vago recuerdo de que se trataba de un libro especial, con hojas protectoras entre cada cartulina gruesa y tapas de madera, pero tendría que confirmarlo con alguien porque también tengo la sospecha de que me lo inventé. En todo caso, era un libro bonito y me parecía maravilloso. La edad que tenía en ese momento la calculo porque me acuerdo que marqué las hojas con letra pegada perfecta y eso solo era posible antes de entrar a bachillerato, momento en el que los gringos le daban a uno permiso de echar por la borda los años y años de planillas de penmanship que hizo durante la primaria y lo dejan escribir como uno quiera.
En esos días, mi abuela Mady me había mostrado un herbario que ella había hecho cuando chiquita. También me mostró unas planillas de colores perfectas que había hecho cuando estudiaba para ser delineante de arquitectura, una de esas carreras permitidas para las señoritas de la sociedad bogotana, que era compatible con casarse y tener hijos. A mí me parecía que uno tenía que tener en la vida un herbario y unos pantones hechos por uno. Unos que pudiera mostrarle a mis nietos algún día, o a un novio si me conseguía uno. Sin embargo, tenía clarísimo, o por lo menos eso recuerdo, que la posibilidad de ir a buscar hojas era mucho más divertida con mi tío, el agrónomo filósofo, que con mi abuela. Para empezar, mi abuela se sabía los nombres de las matas del jardín--y efectivamente tenía un jardín precioso--pero no tenía cara de saberse las del monte, aunque ahora que lo pienso tal vez sí. Mi tío, en cambio, se sabía todos los nombres de las matas del monte y las que no, se las inventaba sin ningún pudor. Para terminar, mi abuela siempre fue un poco seria y el tío agrónomo filósofo era simpático y tenía excelentes historias.
No sé al fin qué pasó con el herbario. Sé que entregué la tarea porque yo siempre entrego la tarea. También sé que me aprendí muchos nombres de muchas plantas. Pero el gran proyecto, el de hacer un herbario con todas las matas del valle de Guasca, nunca lo acabamos. Seguramente todavía hay hojas secándose en algún libro de alguna biblioteca de mi familia que alguien algún día va a descubrir. Una excusa sería que mi tío y mi tía se separaron, pero eso fue muchos años después. Una década más tarde, de hecho. Pero la verdadera explicación es que aprenderme el nombre de todas las matas es una ambición infantil equivalente a llegar a la luna en un cohete de cartón.
miércoles, agosto 08, 2012
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