La obsesión de los seres humanos por ser recordados siempre me ha obsesionado y los museos son la máxima expresión de esta ilusión. Yo estudié historia porque quería trabajar en un museo. En ese momento, estaba fascinada por los objetos que guardaban las personas en edificios grandilocuentes para recordar el pasado y enaltecer el arte y me imaginaba trabajando en el Louvre cuando grande. Y claro, cuando uno tiene dieciocho años puede impresionarse muy fácilmente con que tengan medio Partenón en la mitad de Londres.
Ya en la Facultad de Historia entendí que detrás del proceso de acumulación de objetos hay otras historias que contar. Por ejemplo, la de una nación que desea reforzar los cimientos de su existencia, llevando su mito fundacional hasta el Tigris y el Éufrates o hasta tan lejos donde pudiera hacerlo con el fin de construir un pasado digno de un imperio. También está la historia de una nación que ya no es imperio pero que conserva los objetos y el museo como recuerdo de lo que fue y del poder que sigue ejerciendo. Y por supuesto, también está la historia de unos académicos que deciden qué y cómo hay que recordar el pasado y organizan esos objetos de una forma u otra. Finalmente, también está la historia de los visitantes, muchas veces turistas, que se pasean por el museo e interpretan esos objetos desde sus propias vidas.
Si bien cada vez estoy más lejos de ese sueño adolescente, sigo visitando museos con fascinación tratando de ver qué tipo de realidad quieren representar. La semana pasada estuve en el castillo de Bamburgh, en la frontera de Inglaterra con Escocia, en el que debido a que las cosas realmente finas están en una casona más cómoda a algunas millas del castillo o en un apartamento en Londres, habían expuesto en vitrinas las vajillas completas, un par de armaduras y las escopetas de cacería de alguien que había vivido allí. Yo, como tercermundista, estaba impresionada de todas maneras. Caminé los corredores en silencio, con las manos atrás de la espalda, con una especie de respeto solemne. Al fin y al cabo, las vajillas de porcelana con dibujos de pájaros y las escopetas de cacería son elementos tan exóticos para mí como lo son de cotidianos para los ingleses. Las historias de glorias pasadas, en cambio, si me parecieron extrañamente familiares.
Hace unos años estuve en un pequeño museo en Paraty, en Brasil, en el que habían recogido objetos de las familias de pescadores de la zona con el fin de darle a los visitantes del lugar una mirada a la vida cotidiana de la región. Las familias podían entregar los objetos que quisieran, así que había desde fotografías de la familia y documentos de archivo, hasta redes de pescar, juguetes de niños y utensilios de cocina. Los curadores habían hecho un trabajo muy especial juntando todos los objetos que entregaron las personas para narrar una historia coherente. El museo era un lugar colorido, alegre, vibrante y familiar. Contrario a muchos museos que tienen que hacer esfuerzos extraordinarios y a veces artificiales para que la gente se divierta, aquí uno entraba e inmediatamente caminaba al ritmo de los objetos expuestos. No recuerdo que hubiera música, pero sí mucha cadencia. Se trataba de un alegre museo del presente.
Me encantan las propuestas del Museo Nacional de recoger objetos de la historia reciente colombiana, algunos de los cuales han sido muy controversiales, como el poncho de Tirofijo. Como no teníamos ni los recursos ni las pretensiones de unirnos al saqueo imperial que alimentó los grandes museos del mundo, hicimos lo propio con lo que teníamos a la mano. Unas piezas de oro de por aquí, otras piedras de por allá, un poco de arte religioso, otro poco de arte moderno. Ahora, en un nuevo viraje, por el panóptico han pasado camisetas de jugadores de fútbol memorables, Grammys y otros objetos que hablan de la nación que estamos construyendo. Pareciera que esos objetos no tienen mucho en común pero para uno, que sabe qué significan pero no puede explicarlo, tienen sentido, así no los entienda. Me encantaría poderme quitar el vestido de colombiana para poder pasearme por el Museo Nacional con la mirada de un turista, como lo hice en Bamburgh y en Paraty a ver si entiendo lo que realmente hay detrás de esos objetos. Definitivamente haría que mi trabajo como historiadora fuera más fácil.