Siempre me ha dado un poco de vergüenza mi infancia asquerosamente burguesa. Fui absolutamente feliz y crecí en una familia hermosa, unida y amorosa y no sé muy bien porque tendría que censurar muchos de mis recuerdos y vivencias para adaptarme a mis alrededores, sobre todo, a mis compañeros de universidad y de trabajo. Pero la verdad es que muchos de mis recuerdos de niñez están íntimamente ligados al apartamento de mis abuelos en Nueva York, a la casona colonial en la sabana de Bogotá en la que pasé casi todos los fines de mi vida y están llenos de paseos a caballo, viajes de exploración a las fincas vecinas con mis primos y del maravilloso sentido del humor de mis abuelos y mis tíos.
Hace poco leí las memorias de uno de mis personajes favoritos del mundo, Edward Said. No voy a comentar todo sobre Fuera de lugar, que por lo demás, se lo recomiendo a todo el mundo, porque no viene al caso. Sin embargo, me sorprendió como cuenta su suculenta infancia que transcurrió entre El Cairo y el Líbano y como sus recuerdos están llenos de juegos de tennis, colegios privados bilingües y sobre todo, como su familia logró vivir una vida americano-palestina estando en Egipto en el exilio. También me hizo acordarme de las memorias de Nabokov, Speak Memory, llenas de sirvientes, clubes y aristocracia rusa. Nabokov era tan “pupi” que financió su vida en Estados Unidos dando clases de tennis, reavivando su rancio abolengo. Mi infancia tampoco fue así de exuberante, ni soy noble, ni tuve que vivir en el exilio, ni de ninguna manera me estoy comparando con estos dos superhéroes de las letras, pero sí me recordó que uno no tiene que tener un padre abusivo y violento, una madre histérica, una hermanita que se murió de tisis a los 7 años o haber tenido que comer sopa de papel periódico para que sus anécdotas sean interesantes.
Quería escribir este blog, en parte, para exorcizar esta tonta pena, y en parte, porque el sábado pasado tuve una conversación con mi hermano P. que tenía que compartir y había que contextualizarla. Estábamos sentados en el comedor de la finca de mi familia en la sabana. Yo estaba maldiciendo porque no he terminado mi tesis de maestría y tenía veinte libros abiertos, el computador prendido y cero inspiración, P. estaba tratando de lidiar con un programa sofisticadísimo para hacer modelos económicos, C. estaba tratando de entender cálculo An. (la novia de P.) haciendo planas y A. furioso porque todos estábamos trabajando. De repente, P. decidió poner música francesa y con su “enorme gracia” (mide 1,85 m, voz gruesa y manos de raqueta), se puso a cantar--y a bailar--“La vie en rose” con todo el entusiasmo del mundo. Lo que más me sorprendió es que se la supiera toda. Y en francés. Acto seguido se sentó y me preguntó con tono de hermano: “Cristina, se acuerda cuando estábamos en Nueva York que salimos a comer un helado ahí en la 52 con 3, donde quedaba el Haagen Dasz y pasó un tipo corriendo (en verdad dijo frolicking, porque es era la palabra adecuada y tengo que confesar a veces hablo en spanglish con mis hermanos) y brincó en frente de nosotros, haciendo una cabriola, ¿así se dice no?” P. siguió echando el cuento “lo más chistoso fue que nosotros nos quedamos quietos, con el cono en la mano mirándonos al borde de un ataque de risa y el man llegó a la esquina de la cuadra, se devolvió y nos dijo: “I’m sorry, but I’m just so very happy!” y siguió brincando de la felicidad hasta que se perdió entre la gente.”
Todos nos echamos a reír. Yo, para ser honesta, no me acuerdo de que eso hubiera sucedido jamás y estoy casi convencida de que fue un sueño de P. Efectivamente íbamos a comer helado a H.D. todo el tiempo cuando estábamos en NY, incluso en invierno, pero no creo que eso hubiera pasado, sobre todo, en esa manzana tan residencial y tan clase-media-alta-yuppi-y-mamá-con-niñito. Sin embargo, el cuento me pareció tan hermoso que lo adopté como uno de mis recuerdos. De hecho, les puedo afirmar que el tipo tenía puestos unos jeans “stoned washed” y una camiseta grande metida entre los pantalones (era 1990). Ese día además, estaba haciendo un sol hermoso y el helado que nos estábamos comiendo era de frambuesa.